martes, 27 de mayo de 2008

COMPLETITUD

(Un relato de Adrián Torres)

Martes.
Me llama Sabina y me invita a una reunión, en la casa de Su.
- ¿Querés ir?
- Si.
No tengo el si fácil. Solo dije "si".
Viernes.
Sabina me espera en un bar de Palermo Hollywood.
La sorprendo, mirándola desde afuera. Entro, la beso y tomamos algo, mientras hablamos.
Más tarde, salimos hacia lo de Su.
Palermo Hollywood.
Qué pretencioso.
Yo le hubiera puesto un nombre ... da igual.
El barrio, lindo. La gente, con la certeza que da su nombre, una mierda.
Pero como toda Sodoma tiene su Lot, Molerpa - como lo llama un burrero amigo -, tiene a Su.
Nunca supe por qué le llaman así. No a Palermo H., que lo se bien. A Su.
Susana, Zulema, Sulema.
Espíritu refinado, gran anfitriona, solo tiene un defecto: odia al reino vegetal. Ni una planta en su departamento.
Yo la comprendo bien, pues tengo dos defectos, que solo ejerzo en mi casa: el odio por ambos reinos, vegetal y animal. Odiaría al mineral, si pudiera vivir a la intemperie ... en el espacio interestelar.
En mi morada solo hago excepciones con ciertos - "ciertos", no "veraces" - homo sapiens y con otros animales - ¿igualmente? - rastreros que se esconden bajo la vajilla apilada y sucia - o detrás de otras inmundicias de mi propiedad -, sin mi consentimiento.
Se ve que estas personas que me invitan periódicamente a sus reuniones, no han notado mi vulgaridad, y si la han notado, no se entenderían los agasajos con que me obsequian.
La noche fluyó entre vinos, delicias e inteligentes y variadas discusiones.
La más singular de ellas, versó sobre atesorar objetos. E inevitablemente, salieron a la luz de la mesa y de las copas, los dos bandos irreductibles: el de los insensibles, que todo lo arrojan, que no valoran ni los sentimientos que se refugian tras las cosas, y el de los anodinos, que exageran patológicamente la importancia de tal libro, o de la peineta de la abuela.
Todos saben que yo milito entre los últimos - tenías razón, mi banalidad me consume -.
No hizo falta decir que si este antagonismo se presenta bajo el mismo techo, solo se resuelve con la muerte del otro. Mejor dicho: con la muerte de los propósitos del otro.
En realidad, debí decirlo ... o lo dije.
¿Por qué?
Porque un cándido al que acababa de conocer, osó decir:
- ¿No puede prosperar una tercera posición al respecto?
Si hubiera dicho "ni yankis, ni marxistas", habría aparecido como una deidad ante algunos ojos que lo miraban.
Pero no.
Dijo lo que dijo.
Ni Perón se atrevió a tanto.
A las despedidas, me acerqué a Víctor.
Recordé cuando lo conocí. Aquella vez, contó está anécdota: " ... acababa de conocer al tipo, y para romper el hielo, le pregunté: ¿sos feliz?"
Presentía el origen de su malestar. Le sonreí, diciendo - o al revés -:
- ¿Sos feliz?
Me sonrió.
- Estuviste callado toda la noche.
Volvió a sonreir y como si tuviera sus pensamientos en otro lado, dijo maquinal y sin mirarme:
- La infelicidad, nunca es completa.
El no dejó de sonreir y yo reí.
- Es así, Víctor, siempre se puede obtener más.
Se fueron todos.
Se fue Víctor.
Nos fuimos Sabina y yo.
Su se quedó acomodando vaya a saber donde, una planta que le regalaron.
Ya en las veredas, Sabina y yo caminábamos entre esos desgraciados y miserables de las calles. De las calles de una ciudad que ahora gobierna la derecha.
Una república en donde todo es apariencia, puede permitirse que la ciudad más grande, más rica y más instruída, la gobierne la derecha.
Recordé a Lucía, diciéndome "sos un porteñito".
Me importa un carajo tus diminutivos. Esta ciudad tiene el encanto de un infernal retrete. E ignoro que significa para ti ser "porteñito". A mi, solo me recuerda una disputa por los ingresos de aduana, que ha sido resuelta hace más de un siglo, federalizando la pobreza.
Pensé.
"Tiene razón el maldito. Podría acercarme a mi completitud, quedándome toda la noche con esos pobres desgraciados, comiendo con ellos, de sus ollas que no alimentan, respirando el aire caliente, que a falta de abrigo, cobija a veces y solo muy pocas veces, a los que sufren".
Pero preferí ir con Sabina a mi casa, a completar nuestros cuerpos.
En la mañana, al mediodía, o más probablemente, a la tarde ... si, seguro, a la tarde, cuando por fin abriera los ojos, cuando volviera a completar mi cuerpo con el hálito de la conciencia, esos pobres desconsolados seguirían allí, completando sus carencias, para insatisfacer las mias.

Por: Adrían Torres.
Foto: Cuervotomista.

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