martes, 4 de noviembre de 2008

Sitiar al miedo

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. El padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
“Su amor no era sencillo”, Mario Benedetti


El miedo es una sensación de angustia, de temor, que vivenciamos cuando algo amenaza (o parece amenazar) nuestra existencia. Es un comportamiento normal, es decir, es natural que ocurra, está relacionado con nuestro instinto de supervivencia.
Pero el miedo no es una sustancia adherida a nuestras fibras musculares, imposible de desterrar, estática y perenne. Es más bien un accesorio, un apéndice móvil de nuestro ser, que puede aumentar su tamaño o disminuirlo hasta extinguirse. Sino ¿cómo se explica que de adultos tengamos más miedos que durante la infancia? Existen miedos para todos los gustos: a la oscuridad, a las arañas, a las cucarachas, a la sangre, a los perros, al agua, etc. El ser humano ha inventado temores a casi todos los elementos y situaciones de la vida.

Un miedo específico

A fines del siglo XIX y principios del XX, intelectuales de origen aristocrático emprendieron una acalorada crítica a aquello que fue denominado como masa, turba o muchedumbre. En “La rebelión de las masas”, de 1930, José Ortega y Gasset decía lo siguiente: “Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio (...) Vemos a la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización”.
El miedo del hombre al hombre (y particularmente a aquel que se distingue de uno por atributos raciales o de status), es un miedo que se aprende y que es específico de los seres humanos. Con la educación se van adquiriendo las primeras nociones de autoprotección frente a los semejantes: “no aceptes caramelos de un desconocido” y “no hables con extraños”, son las frases más comúnmente acuñadas por los adultos. Este adoctrinamiento diario y constante logra, con el paso de los años, que internalicemos pautas de defensa. Pero para que esto sea más efectivo aún, debe estar acompañado por un ordenamiento espacial que proteja nuestra integridad física y, principalmente, nuestro sentido común: enfrentarse con otros hombres y darse cuenta que no son más que eso, constituiría un serio golpe a nuestra psiquis. Habitamos, sobre todo en las sociedades Occidentales, ciudades organizadas en base al miedo.

La casa se reserva el derecho de admisión.

Las pinturas rupestres encontradas en cuevas hablan de que el hombre, desde tiempos remotos, ha buscado en la disposición del espacio una forma de protegerse. En la actualidad, el espacio sigue actuando como un efecto tranquilizador, pero ya no frente a animales salvajes, sino a aquellos de nuestra misma especie, es decir, los hombres.
La sociedad delimita fronteras, construye muros para separar adentros y afueras, a los otros de nosotros, lo seguro de lo temible, de lo que vulnera nuestra identidad. La urbanización otorga a cada uno su espacio, a veces imponiendo trabas materiales (una entrada a un festival de música electrónica llega a costar $150), otras veces utilizando la acción física directa (de ello se encargan los patovicas) o, las más raras, imponiendo barreras físicas a la libre circulación. Como ejemplo de esto último se puede citar el vallado en Mar del Plata, armado para impedir el paso de cualquier ciudadano, incluso marplatense, que deseara acercarse a la reunión de sus representantes en el sistema democrático. Cuando es imposible encerrar a aquellos a quienes se les teme, porque son muchos o porque no sería legal hacerlo, se opta por encerrarse a sí mismo. Si no puedes con ellos, sepárate; construye barrios cerrados (que sería más correcto llamar barrios encerrados). En este punto convendría recordar las palabras de Levi-Strauss reflexionando acerca de Occidente: “...las sociedades como la nuestra adoptan lo que se podría llamar antropoemia (del griego emein, ‘vomitar’) (...) solución que consiste en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados (...) Esta costumbre inspiraría profundo horror a la mayor parte de las sociedades primitivas...”

Miedo al medio.

El espacio no es sólo tranquilidad y protección. Es una instancia que media entre dos sensaciones: la seguridad y el temor. El área que ocupamos puede ser causa de miedos específicos como la claustrofobia, la agorafobia y el vértigo. Pero, además de temores que están relacionados a lo patológico, el espacio puede ser causal de miedo cuando se ve amenazado o invadido, es decir cuando falla en su función de protegernos de los otros, hecho que como seres sociales, ocurre la mayor parte del tiempo.
Para describir esta sensación, no hay nada mejor que un buen ejemplo. Son las seis de la tarde, el tren Sarmiento engulle más y más pasajeros en cada estación. Los cuerpos se aprietan unos contra otros, el olor a transpiración, a pancho, a vino y a todo un poco. El organismo empieza a adaptarse a ese ambiente de lata de conserva: la respiración se comprime, los movimientos se hacen lentamente, la vista se pierde en la ventanilla o en algún graffiti escrito sobre la pared. Convertimos esos otros cuerpos en no personas y apretamos con fuerza la cartera contra el pecho, miramos de reojo las caras y las manos de los pasajeros contiguos a nuestro espacio. Un territorio que nos pertenece pero que es invadido por seres anónimos con cada movimiento del vagón.
Por más que se construyan paredes y se armen vallados o cordones policiales, la disposición espacial es móvil, a veces resguarda, pero también puede verse amenazada en una lucha constante de exclusiones e inclusiones.

Autora: Anahí.


Este ensayo pertenece a la publicación: ¨Ensayo y error¨ Editorial Eudeba, 2008.


Nota del editor: Anahí es la persona mas capaz, sincera, humanitaria y maravillosa que he conocido.

Cuervotomista